Perros de la calle

Quince años. Ojos negros. Mirada perdida. Sin sonrisas. El vientre explotando. ¿El padre? No se sabe. Va rumbo al hospital. El parto ha sido un éxito. Casi al instante, apenas se recupera, se escapa. La niña queda a la buena de Dios.

Siete meses. Ternura en cada gesto. Sin ganas de vivir. Negada desde la concepción. Nunca conoció el afecto. Un único deseo, morir. Morir para acabar con el sufrimiento. Oscilante sufrimiento que es la vida.

Tres años. La piel curtida por tanto sol. La mano estirada pidiendo limosnas. La espalda llena de golpes. La cadera resentida por los intentos de violación. Sin padres. Un cartón y unos diarios le sirven de casa. Sin hogar. La vida le cae como un golpe. Sin sueños, como un perro de la calle. Apaleado y solo.

Siete años. El pelo lleno de piojos. A su cargo, tres perros menores. Chicos que, como ella, no conocieron más que la calle. El rostro, duro, cetrino, marcado a fuego por la obligación de criar a esos hermanitos. Tener que trabajar. Levantarse de madrugada para recoger los diarios que, quizá, no logre vender. Diarios que nunca supo leer.

Once años. La cara curtida por el frío. Zapatillas zurcidas tantas veces que no se acuerda. Animal huraño, horadando en la basura para poder comer. Comer, el sueño lejano. Tener que trabajar. Un escape: el poxirrán compartido con los changos de acalavuelta.

La calle. El hogar. Ningún lugar. Ningún calorcito. Ningún abrazo. Un perro a la deriva.

Trece años. Ojos negros. Mirada perdida. Minifalda roja. Sin sonrisas. Señor, señor, le hago de todo por dos pesos. Zapatos de tacón robados que no aprendió a usar. Paso tambaleante. Este cuerpo sólo vale dos pesos.

Quince años. Otra vez me llenaron el bombo y los yuyos no hicieron efecto. Puta madre.
La historia se repite

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